ARTURO TENDERO. EL PRINCIPIO DEL VUELO. EDITORIAL PÁRAMO.

La trayectoria poética de Arturo Tendero (Albacete, 1961) comenzó con la publicación de “Una senda de aldeas cotidianas” (1991), cuando el poeta contaba treinta años, es decir, cuando ya había adquirido madurez tanto en el aspecto personal como en el intelectual, por esa razón esos primeros poemas no distan en lo esencial de los de su último libro, “El principio del vuelo”, dedicado a Antonio Cabrera, poeta y ornitólogo, tristemente desaparecido hace tres años. No estoy diciendo que no haya evolución, porque es innegable que la hay, se percibe en nuevas fórmulas que, siendo igualmente narrativas, avanzan en su poética y esto es visible, más que en la lectura de tal o cual poema, en la variedad estética del conjunto de los que forman el libro. El dominio del oficio que proporcionan los años se deja sentir con mayor intensidad y el afán de decirse con precisión, huyendo de digresiones o de vaguedades, se ha acentuado, pero permanecen el entusiasmo enunciativo, la frescura y el alboroto emocional que alimentan los primeros versos de cada poeta, aunque, como no podía ser de otra forma, ahora haya más espacio para la contemplación y la reflexión subyacente, más aún, la elevación del instante a la categoría de imperecedero (por más «que tanta plenitud» acabe difuminándose o que las grandes ilusiones se evaporen «en cuanto el sol las toca») es propia de quien ya ha llegado a cierta edad y ha logrado desprenderse de los patrones de lo rutinario para mirar cuanto le rodea con asombro no exento de júbilo, como ocurre con los poemas más sensuales de este libro o en el titulado «Madrigal de niebla», que finaliza con estos versos: «así pasa a las tres, cuando tú vuelves: / de pronto sale el sol en mis quehaceres, / tu voz me suena a canto, en todo / veo promesa de una tarde de paseo». Además, el fecundo trato del poeta con el lenguaje a lo largo de los años no impide que la traslación de la idea o el pensamiento a la página siga siendo un misterio, por eso, en el poema «Sortilegio» escribe así sobre las palabras: «Muy raras veces las dices / sabiendo que ejercitas / un conjuro antiquísimo / que muchos han usado antes que tú. / Forman imágenes, / dan vida a lo que tocan, / pueden ser tan precisas / que llega a darte miedo / lo que tal vez desaten». El lenguaje en el poema cumple diferentes funciones de forma simultánea. Contribuye a otorgar un significado, a trasladar al lector un estado de ánimo, a exponer los sentimientos, pero también estructura de forma estética todo lo anterior. Cuando el poema logra todo eso a la vez sentimos una especie de comunión con lo leído, porque, además, de la lectura del poema se deduce un conflicto íntimo no resuelto: «Me agito entre las cosas / confundiendo el vivir con el pensar / y así todo transcurre más deprisa, / sin dejar asideros, o dejando / fugacidades, flecos», escribe Tendero. Leyendo estos versos nos invade la sensación de que dentro del poeta hay múltiples versiones de sí mismo luchando por imponerse. El conflicto entre el sujeto y su circunstancia está tomado forma dentro del poema, como vemos en este ejemplo: «Sé lo que va a pasar / y sin embargo acepto / la condena del hombre que tropieza / las veces que haga falta / con la dichosa piedra», aunque, a la postre, prevalece en el poeta un deseo de ser uno con la naturaleza ―«como el grillo o el mirlo», escribe―, como si sintiera dentro de sí aquella savia del universo de la que hablara Rubén Darío: «Que mi cuerpo recuerde que es un cuerpo. […] Que aprenda a merecerse en los senderos. […] Que se pierda y se busque hasta aprenderse / y que vuelva después, sudando, nuevo, / aceptando que es tiempo y solo tiempo», un tiempo que se mira con nostalgia, pero con sin aversión. En el tránsito de una edad a otra se pierden, inevitablemente, algunas cosas, pero la experiencia personal se enriquece y la emoción, antes acaso dilapidada, ahora es contenida y se hace sustantiva en el poema cuando uno es capaz de reinventarse a sí mismo: «Era mío aquel rostro / y al mismo tiempo ajeno, / como una proyección / de mi parte diabólica / aún por descubrir / pero no descartable en absoluto». Más arriba escribí sobre algunos poemas sensuales, de reivindicación del amor. Probablemente sean los mejores del libro porque es en ellos donde Arturo Tendero consigue actualizar el pasado, traerlo al presente con la mirada fresca de antaño, y eso es todo un mérito. Cabe también mencionar la carga metapoética de algunos poemas como los titulados «Vuelvo enseguida», «Guardar silencio» o «Siervo de su graciosa majestad», del que extraemos estos versos que, pese a la desconfianza implícita, trasmiten fe y devoción a la escritura: «Y heme aquí, batallando en el silencio / sereno de los míos, enfrascado / en litigios que nada me reportan / como no sea el vértigo de estar, / de hundirme en la existencia hasta los tuétanos».

Reseña publicada en El Diario Montañés, 12/08/2022